martes, 27 de septiembre de 2016

Quizá


Clarissa tiene once años; es una estudiante ejemplar y una buena hija, pero no le gusta relacionarse con otras personas, es muy solitaria. Un buen día, su primo Arthur, de dieciocho años, a quien apenas conoce, llega a su casa. Arthur es un chico problemático que ha intentado suicidarse, ha estado ingresado en un hospital y ahora acude a la gran ciudad para pasar el curso con sus tíos y su prima. El chico odia estudiar y le encanta salir con sus amigos. A su manera un tanto disfuncional, Arthur sentirá una creciente compasión por Clarissa y pasará a ser el único que la comprende. Ambos comparten la misma soledad, quizá a causa del miedo a perderse, a disolverse, a pasar desapercibidos ante el resto del mundo.

Llega un momento en la vida, en la de todos, en la que el mundo se divide sólo en dos grupos: los que son mayores que tú y los más pequeños, como si ésa fuera la única distinción posible. Los más viejos, los más jóvenes. Es por eso que uno –o sea, yo- abre la boca y pone los ojos redondos cuando ve que la autora de Quizá, la novela publicada por la editorial Siruela en su colección Nuevos Tiempos, tiene veinticinco años. Sí, veinticinco. Luisa Geisler, que ya ha sido seleccionada como una de las mejores narradoras brasileñas jóvenes, se mete en asuntos tan complicados como la soledad (crónica), la incomunicación (crónica) y la tristeza (crónica), todas en el ámbito de lo doméstico, en las frágiles relaciones familiares. Y os lo reconozco, me pongo alerta ante tanta juventud, entre la sorpresa y la incredulidad, entre la fascinación y el rechazo. Son prejuicios, o envidias. O quizá un poco de cada uno.
            Quizá se sustenta en la relación de Clarissa y Arthur. Ella es una niña brillante, estudiosa y casi olvidada, que se entretiene como puede y que parece haberse acostumbrado a la ausencia de sus padres, que trabajan todos los días a todas horas; su mundo es un rincón y un gato. Él es un joven rebelde y descuidado, que huele a alcohol y a tabaco, con ganas de romper los moldes, de explorar, de experimentar y de desobedecer, que además viene precedido por ciertas circunstancias graves; tiene dilataciones en las orejas, lo persigue el abandono. El encuentro entre los dos protagonistas no será fácil, o pasará por baches, pero servirá para redimirlos a los dos, para que descubran un espacio más sereno, más pleno y más feliz del que habían conocido. Estas dos almas solitarias se reconocerán en sus tristezas y emprenderán, al compás, un re-conocimiento del mundo, de la familia y de las relaciones personales. Alrededor de esta amistad orbitan otros personajes, secundarios, pero grises, sumidos cada uno en su propia mediocridad, haciendo de la vida un teatro aburrido.
            Hay en toda la novela –quizá eso lo da la juventud- una búsqueda, una necesidad continua de innovar. Se ve en la estructura –capítulos cortos, sin orden cronológico, a veces compuestos sólo por una frase o un número-, en la prosa –recurre muy a menudo a las repeticiones, como la descripción de la televisión- y hasta en los diálogos, que tienen a la profundidad. Se nota un interés por encontrar su propia voz, por diferenciarse del resto y por hacer algo original. Lo consigue, sí, de eso no hay dudas, aunque creo que la historia era lo suficientemente potente como para centrar al lector en la trama. La estructura, al principio, puede descolocar. Eso no quita que Luisa Geisler se revela ya, con veinticinco años, en una narradora con las ideas muy claras, con una pluma solvente. Lean por ejemplo: “Si quieren que te escuchen, tienes que ponerte una máscara” o “Algún día –ella me miraba, yo sabía que iba a llorar-, algún día vas a echar de menos hoy”.
            Quizá, de Siruela, es la mirada de una escritora joven sobre el inescrutable y enrevesado mundo de las relaciones humanas. Y ojo, no lo digo como un defecto: la mirada joven le da frescura, le da espontaneidad y cierta peculiaridad. Luisa Geisler, la autora, nos mete en la una familia donde nada parece lo que es, donde todos los miembros luchan por sobrevivir y por hacer lo único que saben: intentar ser felices a toda costa. Están muy bien conseguidos los matices en esa relación de los dos jóvenes, esa pesadez ante el mundo –desde tan pequeños-, esa necesidad imperiosa de ser salvados. Como tú, como yo. 

viernes, 23 de septiembre de 2016

Muestra mi cabeza al pueblo


1793, la Revolución convulsiona París; la guillotina se ha convertido en protagonista. Son los años del Terror. Danton es llevado al cadalso; los Girondinos celebran su última cena en la Conciergerie; María Antonieta en su celda ansía otro final; Charlotte Corday va a pagar por el asesinato de Marat y Adam Lux, enamorado, será condenado por la vehemente defensa pública que hace de la joven… La cuchilla espera a Robespierre, al marqués de Lantenac, al poeta André Chénier y a Lavoisier, el más grande genio francés del siglo. Vivimos con ellos los días, los momentos, previos a que su cabeza caiga en el cesto del verdugo y sea mostrada al pueblo.

Siempre estaré en deuda con Cabaret Voltaire, y no sólo por seguir demostrando con cada elección una línea editorial sólida, original y coherente sino por haber rescatado la obra del que, a día de hoy, es uno de mis autores predilectos: Agustín Gómez Arcos (ya os hablaré de él cualquier día, porque tengo una misión personal: que todos lo conozcáis, que el mundo entero se rinda a su talento). Cabaret Voltaire tiene autoridad en esto de la literatura, sí, cualquier título que venga respaldado por este sello tiene a priori mi interés, llama mi atención. Y ya les he contado el motivo: un catálogo de escritores imprescindibles. Pues bien, con Muestra mi cabeza al pueblo lo vuelve a hacer, se coloca otra medalla en la pechera. Esta obra, del joven François-Henri Désérable y que viene respaldada por notables premios en Francia, nos lleva hasta la época de la Revolución Francesa –finales del dieciocho, principios del diecinueve- para hablarnos a todas horas de la muerte y de la guillotina, para enseñarlos la cojera de una justicia que da palos de ciego, para hacernos reflexionar sobre el peaje que exigen ciertas libertades. Bienvenidos, todos, a los años del Terror.
            Como rezan las últimas líneas de Muestra mi cabeza al pueblo, la leyenda –o sea, la ficción, lo literario- triunfa a veces sobre la Historia, y esta novela es una buena prueba de ello. François-Henri Désérable se hace fuerte en este subgénero de la novela histórica al presentarnos esta estimulante mezcla de hechos y fábulas, un extravagante paseo entre lo real y lo onírico gracias a estos diez relatos que componen la obra y que están conectados por el mismo escenario, el cadalso, y por el mismo color –rojo, rojas las manos de los verdugos y rojos los cuellos de los ajusticiados-. Los protagonistas son todos víctimas del Terror Revolucionario. Y aquí reside uno de los grandes logros del autor, que es el de llevarnos de la mano hasta la guillotina y dejarnos oler la muerte para hacernos reflexionar sobre los sacrificios de la República. ¿Compensa matar a algunos inocentes por el bien del pueblo, por el bien de la Historia? Parece que sí. Aquí, en estas páginas, está la muerte como final único y elevado; pero en cada historia, un ánimo, un pretexto, un miedo. Y nos damos cuenta de que, al igual que en la vida, en la muerte cabe todo: el deseo y las pulsiones sexuales, la traición y el amor, la literatura y el arte, los miedos, la valentía y los rencores. Morir por una causa es vivir para siempre. Muestra mi cabeza al pueblo resuena en este siglo veintiuno, en la era de las libertades, y nos recuerda que hay cosas que no han cambiado demasiado: que la democracia o la república exige un peaje, controlar (y silenciar) a ciertos elementos insurgentes.
            Dejemos, pues, que el autor nos haga de guía y nos narre escenas concretas de Robespierre, Danton, María Antonieta o Charlotte Corday, entre otros; y escuchémoslo, con ese estilo seco, pulcro y comedidamente poético, haciendo gala de una indiscutible habilidad para contagiarnos del ambiente, para llevarnos más allá de lo que se ve. Una prosa de una madurez inaudita, de innumerables dobleces, sugerente a veces; la Historia contada como pequeñas historias. Y todo para hacernos meditar sobre el individuo y la comunidad, sobre las libertades, sobre el terror, sobre las manos manchadas de sangre. El ser humano no es bueno por Naturaleza. El pueblo, tampoco. ¡Qué bien documentada está! Lean este párrafo, porque parece el inicio de todo: “La historia de Francia llevaba estática un milenio: los hijos de los reyes se convertían en reyes; los de los señores, en señores; los de los criados y vasallos que no morían de niños, en criados y vasallos. Y, en apenas unos meses, cansado de inclinarse bajo el yugo señorial hacia un suelo del que no probaba los frutos, el pueblo levantó la cabeza y descubrió las virtudes de la igualdad”. Y al final, una certeza: que las Revoluciones nunca son modélicas.
            Muestra mi cabeza al pueblo, título tomado de las últimas palabras de Dalton, es una atípica novela sobre las sombras de la igualdad, sobre esas libertades que brillaban sobre el papel, pero que parecían imperfectas en la práctica. Y con sutileza –porque ciertos temas exigen ser sutil-, el joven escritor francés Désérable fija su mirada en la guillotina y demuestra con holgura su don para ir más allá de los hechos, para insinuar más que mostrar. Su palabra, como un pozo hondo, a veces oscuro. Los diez relatos que componen esta obra tienen como cimiento la muerte, una muerte que nos presenta con las manos llenas, de significados, de razones. Después de leerlo, lo único que puedo decir es: Muestra este libro al pueblo. 

martes, 20 de septiembre de 2016

El amor del revés


El amor del revés es la autobiografía sentimental de un muchacho que, al llegar a la adolescencia, descubre que su corazón está podrido por una enfermedad maligna: la homosexualidad: «En 1977, a los quince años de edad, cuando tuve la certeza definitiva de que era homosexual, me juré a mí mismo, aterrado, que nadie lo sabría nunca. Como la de Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, fue una promesa solemne. En 2006, sin embargo, me casé con un hombre en una ceremonia civil ante ciento cincuenta invitados, entre los que estaban mis amigos de la infancia, mis compañeros de estudios, mis colegas de trabajo y toda mi familia. En esos veintinueve años que habían transcurrido entre una fecha y otra, yo había sufrido una metamorfosis inversa a la de Gregorio Samsa: había dejado de ser una cucaracha y me había ido convirtiendo poco a poco en un ser humano.»  
Tengo aún el libro entre las manos. Termino de leer atribulado, entre el rubor y el sofoco, después de verle las entrañas a Luisgé Martín, después de haber asistido a esa descarnada confesión erótico-sentimental que es El amor del revés, publicada por Anagrama, y en la que aborda su proceso de aceptación de la homosexualidad. Quizás no estamos acostumbrados a que nos hablen de las cosas importantes con tanta claridad, o a conocer los demonios del otro, sus tribulaciones y sus desvelos. Quizás aún nos pesan demasiado los complejos y las vergüenzas, o simplemente nos resultan infrecuentes estos ejercicios concienzudos de honestidad. Les reconozco que a veces, durante la lectura, apartaba la mirada, como si estuviera fisgoneando en su diario, como si me empeñara en escuchar una conversación privada en la mesa de al lado. Es el pudor que dan los asuntos graves de los otros, la tensión que produce acercarse a la intimidad ajena.
            En esto tan actual de las ficciones del yo, Luisgé Martín compone su propia identidad a través de un protagonista que se convence de su minusvalía a raíz del descubrimiento de su atracción por los hombres: se atrinchera en el silencio y se margina de la sociedad, se resiste a todas horas. El origen de todos los males, el inicio del caos. Es una autobiografía emocional a partir de la propia gestión de sus deseos. El libro, como revela la sinopsis, recorre desde los quince a los treinta y seis años aproximadamente; el trayecto que abarca su lenta transformación de atormentado a sereno, de sufridor a satisfecho, de cucaracha a hombre, en clara referencia a La metamorfosis, de Kafka. Y ahí, en esas páginas, está todo, nada parece ocultarse: sus pulsiones incontrolables, sus incendios invisibles, sus primeros escarceos, sus muchos rechazos y sus muchos enamoramientos; su bajada a los infiernos, sus locuras por amor, sus locuras por desamor, sus intentos por zafarse de la tentación, sus fugaces visiones de la felicidad y su búsqueda de la pareja. El autor hace con esta obra un ejercicio de exposición con el que, posiblemente, culmina esa aceptación de su homosexualidad. Fíjense: la literatura como parte del proceso vital, la narración como forma de congraciarse con su yo. La palabra escrita, en todos sitios, por todas partes, como herramienta para entender y ordenar la propia vida.
Tomando la premisa de Michel Leiris de que en el sexo se sustenta la personalidad, como una viga maestra del carácter, el autor hace un repaso a su historia íntima que también puede entenderse como un recorrido a vista de pájaro por una España que se despereza lentamente tras la Dictadura para abrirse a otro paisaje, a otras libertades. Luisgé Martin, ¡qué generoso!, nos permite visitar sus rincones más oscuros, abrir todos los cajones y hasta hurgar en su basura. Puede ser el morbo, la curiosidad o sólo las ganas de que acabe bien y de que el yo literario pregone su felicidad, pero El amor del revés se lee –o se puede leer- como una autobiografía, como novela de amor y de romances, como un libro de aventuras, como uno de superación. Todo cabe y todo se disfruta. Y además, por el camino conocemos también algunos de sus referentes literarios, como el libro Las horas, de Michael Cunningham, y esa carta de Virginia Woolf que todos los enamorados hemos soñado con escribir alguna vez –“Si alguien podía haberme salvado, ése eras tú”-, Muerte en Venecia, de Thomas Mann, o algún poema del lúcido Karmelo C. Iribarren. Y por supuesto, la onmipresente metamorfosis de Kafka.
La prosa de Luisgé Martín –bendecido desde siempre con el don de la musicalidad- se ancla en esa extraña región que hay entre la ternura y la dureza, entre lo bruto y lo dulce, entre lo salvaje y lo doméstico. Su estilo, estimulante, sagaz, me recuerda a las telas tornasoladas, porque parece siempre a punto de ser otra cosa, de mutar, de convertirse en algo móvil, como un pájaro al que se le ha dejado la jaula abierta. El autor, con una clara tendencia a lo poético y a la belleza, deja que escuchemos el pulso que late bajo la historia. Una vida, cualquier vida, parece más bonita si la cuenta Luisgé Martín.
         Leer El amor del revés ha sido casi un ejercicio físico. He sudado, me he ruborizado, se me ha desbocado el corazón. He terminado deliciosamente agotado, tendido en la cama –las manos bajo la nuca– pensando en el autor, sintiendo una extraña conexión, una comprensión silenciosa, lleno de preguntas. Quizás es que todos amamos parecido. La literatura, a veces, tiene este poder, el de desestabilizarte, el de provocarte un ligero vértigo o un bostezo dentro del pecho. No sé a qué se debe, sólo sé quién es el causante: Luisgé Martín. Y le doy las gracias, por la valentía, por la música y el talento, por comprometerse. Como pasa con los amores locos, uno podría dejarlo todo aparcado y, en esta ocasión, dedicarse sólo a leer. A leer El amor del revés.



sábado, 17 de septiembre de 2016

Me llamo Lucy Barton


En una habitación de hospital en pleno centro de Manhattan, delante del iluminado edificio Chrysler, cuyo perfil se recorta al otro lado de la ventana, dos mujeres hablan sin descanso durante cinco días y cinco noches. Hace muchos años que no se ven, pero el flujo de su conversación parece capaz de detener el tiempo y silenciar el ruido ensordecedor de todo lo que no se dice. En esa habitación de hospital, durante cinco días y cinco noches, las dos mujeres son en realidad algo muy antiguo, peligroso e intenso: una madre y una hija que recuerdan lo mucho que se aman.

Una habitación de hospital, dos mujeres y un abismo; poco más necesita la observadora escritora norteamericana Elizabeth Strout para retratar las laberínticas relaciones entre padres e hijos, para hablar de la jaula de la infancia y de eso tan terrible de querer estar siempre a la altura. ¿A la altura de qué? De lo que nos exigen los demás, la sociedad. Y así ocurre en Me llamo Lucy Barton, la última novela de la autora, publicada de forma exquisita por Duomo Nefelibata y donde todo es desconcertante y turbador, de un desasosiego silencioso, como la que debe sentir una presa que se sabe en peligro. La historia es, grosso modo, la siguiente: la joven Lucy, de unos treinta y tantos años, está ingresada en el hospital, sola. Su madre, a la que no ve desde hace tiempo, llega por sorpresa y la cuida durante unos días. Esas dos mujeres, sin confianza y con los afectos dormidos, intentan entenderse, buscar lo que tienen en común, justo como dos personas sordas que, en mitad de una habitación completamente oscura, intentan encontrarse con los brazos extendidos, tanteándolo todo, para saber que están acompañadas.
            Los niños, todos los niños, tienen una relación peculiar con los padres: crecemos y conformamos nuestro carácter por imitación o por rechazo. Y Lucy rechaza lo que ha sido porque los otros la marginan continuamente. Le han reprochado que era pobre, que era poco elegante, que era demasiado delgada, que no sabía nada. Y eso la tiene perdida. Ella, que creía que lo valioso era la sustancia, la valentía, se da cuenta de que no, de que los demás sólo quieren que encajemos en sus moldes. Fíjense, por ejemplo, en una conversación con la madre. Hablan de algo cutre, y ella, Lucy, le dice: “Eso es de gentuza”. Y su madre le responde: “Es que éramos gentuza”. Y esto marca su angustia, porque es de lo que ha intentado huir siempre. Nada parece especial en su vida, ni siquiera lo que debería ser sagrado: los afectos. Y Elizabeth Strout hace una radiografía magistral –sí, magistral- de ese vacío, de esa necesidad de agarrarse a algo, de la certeza de no poder cambiar lo que somos ni lo que hemos vivido. “Mamá, tú me quieres”. “Oh, vamos, Lucy, déjalo ya”. “Pero mamá, ¿tú me quieres?” “Cállate, no sigas con esas tonterías”.
            La prosa está al servicio del desasosiego. La protagonista, Lucy, que es a la vez narradora, es la encargada de contar su historia. Y es brutal el estilo, un estilo en apariencia descuidado, con repeticiones continuas y a veces caótico –a propósito-, pero que define muy bien al personaje, absorbente, hipnótico. ¡Qué pericia la de la autora de hacer que la palabra subraye la desesperanza! Lucy, que parece andar toda su vida sobre arenas movedizas, se siente apartada de su familia, de su marido –que apenas va a verla al hospital- y de sus hijas. La literatura parece salvarla, sólo eso. Recordar la hace feliz. Sentirse acompañada la hace feliz. Y presten atención a esas escenas metaliterarias con las que va trufando su historia: Lucy quiere escribir, y para conseguirlo, asiste a unas clases con la frágil novelista Sarah Payle, en las que decide escribir la novela que estamos leyendo y en la que asistimos a reflexiones tan estimulantes como éstas: “Todos tenemos una historia, una única historia que contamos continuamente”. Así resume la novelista la historia que estamos leyendo: “Es la historia de una madre que quiere a su hija. De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien”. ¿No es maravilloso?
            Me llamo Lucy es la nueva novela de la autora de la genial Olive Kitteridge, Elizabeth Strout, que se revela como una gran observadora, como una gran retratista de los vacíos humanos, de las caídas libres. Ella es una maga, que puede mostrar y eludir, que sabe enseñar y ocultar, que habla y calla, todo por la historia y sus personajes. Lucy y la madre son, ella mismas, todas las hijas y todas las madres del mundo que construyen su amor sobre las decepciones y los engaños, sobre las tristezas; el problema es que su amor, el de las protagonistas, es frágil y rencoroso, volátil como la ceniza de un cigarro. Como ella dice en la novela, escribir es dar a conocer la condición humana, y Strout lo hace. Y de qué forma. A pesar de todo, nos regala la esperanza, nos invita a amar nuestra infancia. La novela te deja con un peso en el estómago, con las ganas de gritarle a tu madre: “Mamá, ¿tú me quieres?”. 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Una voz escondida


Basándose en el caso real de un niño que no habló hasta cumplir los siete años, Parinoush Saniee toma el pulso a la sociedad de su país con una historia en la que el silencio cobra la fuerza de un grito de protesta. A Shahab le encanta mirar cómo brilla la luna en el cielo nocturno, silenciosa, como él, que nunca ha pronunciado una palabra. No se trata de una enfermedad, no es mudo, sencillamente ha decidido que el momento de hablar aún no ha llegado. Cómo es natural, todo el mundo lo considera un niño problemático, incluso menos espabilado que los demás chicos de su edad, y cuando la burla y la animadversión hacen acto de presencia, su padre, Naser, no encuentra ni el tiempo ni las ganas de defender a su hijo ni de entender su mutismo. Así pues, Shahab se encierra en un universo propio del que intentará rescatarlo su madre, Mariam, la única que cree en él, una mujer culta y educada que conoce de primera mano los daños que la incomprensión y la indiferencia pueden infligir a una persona. Día tras día, Shahab irá descubriendo que a veces el camino que lleva al corazón de la gente es largo y tortuoso, pero que, a la postre, la verdad siempre encuentra una forma de quitarse la mordaza y hacer oír su voz.

Que no lo veas no quiere decir que no exista. Que no lo oigas no quiere decir que no esté sonando un grito de socorro. Nunca los silencios fueron tan elocuentes ni tuvieron tanto fondo –y tantas aristas- como los que muestra la escritora iraní Parinoush Saniee en su última novela, Una voz escondida, que publica Salamandra y en la que, con su dulzura habitual, se adentra en el drama familiar que supone el mutismo de un niño. Un cataclismo silencioso, un hogar sobre arenas movedizas. El pequeño Shahab tiene edad para nombrar el mundo con palabras, pero ha elegido no hablar, no comunicarse, lo que provoca las sospechas de sus parientes: “¿Será tonto?” “¿Será retrasado?” “¿Será imbécil?”. El entorno, sobre todo el padre, lo desprecia, se burla. Y aquí se abre el cisma, nos acercamos al abismo. La decisión del niño y la desesperación de los otros sirven para retratar las complejas relaciones paterno-filiales, para reflexionar sobre las expectativas que volcamos en los demás y para homenajear la palabra a través del silencio. He aquí la censura, lo que uno prefiere callarse. Y en esta casa, dentro de estos muros, se entiende y se reconoce a todo un país, Irán.
            La infancia es un estribillo, algo que nos acompaña a lo largo de la vida y que suena cuando menos nos lo esperamos. Parinoush Saniee sabe lo que tiene entre manos y por eso nos presenta a un protagonista-niño atrincherado en el silencio, pero que observa y que escucha, y en el que se manifiestan emociones que debieran ser de adultos, como el rechazo, el odio y, sobre todo, la venganza. Con Una voz escondida asistimos a un viaje hacia la pérdida de la inocencia, una bajada a los infiernos. La maldad, la crueldad y la ira conviven con la inocencia, con la necesidad de afecto y con los juegos. La mezcla es explosiva, absolutamente aterradora. Además, es el niño el que cuenta en primera persona -con breves intervenciones de la madre- su particular concepción de la familia y de su entorno. ¿Quién no se estremecería al ver a un chaval de cinco años que busca el mal, el sufrimiento y a veces la muerte de los otros? Así de cruel es la venganza. Y uno de los grandes aciertos de la autora es que huye del maniqueísmo. Todos los personajes tienen sus razones para actuar como lo hacen. Todos están llenos de frustraciones y de esperanzas, de duros silencios. Al final, son víctimas. ¿De qué? De algo más grande que ellos.
            La autora, que tras la muerte de su marido dijo haberse quedado sin voz, es capaz de narrar con sencillez y contundencia las grietas de una familia, los incendios interiores, y las regiones del silencio. Porque los silencios en Una voz escondida se parecen a los de una bestia antes de abalanzarse sobre su presa. Y ésa es la sensación que tenemos durante toda la lectura, la del conflicto latente, la de la proximidad de la tragedia. Callar no siempre significa cruzarse de brazos, callar no equivale a resignarse. 
            Parinoush Saniee, que se hizo conocidísima con El libro de mi destino, también publicada por Salamandra y que es la obra más traducida de un autor persa vivo, ha conseguido armar una novela sin grandes acontecimientos. Todo lo terrible ocurre anclado en la cotidianidad, en el ámbito de lo doméstico. Como una catástrofe sin catástrofes. Ayudándose de una prosa pulida al máximo y sin grandes alardes estilísticos –quizás por la elección del narrador, un niño-, nos vuelve a acercar a un país en el que se sigue matando por honor, en el que se siguen condenando a las mujeres a las tareas del hogar y en el que que se le prefiere dar la voz y el voto a los hombres. Pero no lo hace de forma burda. Su trazo es fino, ella se mueve muy bien en el terreno de lo sutil. Y la historia rueda, rueda sin apenas motor –el conflicto es casi toda la obra el mismo: el mutismo del protagonista-, y desemboca en un final asombroso. El último párrafo le da una dimensión nueva a la novela, a lo leído.
          Una voz escondida habla de lo que no se dice, de los pilares que sustentan el silencio: el miedo, la venganza, el dolor. Y el mutismo de este protagonista no es inocente -¿alguno lo es?- sino que se revela como una estrategia y una protesta, como su lugar en la casa y en su mundo, como su cruel venganza. Parinoush Saniee construye una historia íntima para mostrarnos una terrible relación padre-hijo, porque hay silencios que son un hueco en el pecho, una declaración de guerra. La ira de un niño parece mucho más que ira. Y la autora, además, es capaz de contarlo con ternura. De vellos de punta.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Cómo abrazar a un erizo


Igual que los erizos utilizan púas para protegerse, los adolescentes cuentan con sus propias defensas —un atuendo agresivo, una actitud provocadora— para preservar una identidad aún incipiente. Sin embargo, aunque a veces parezca lo contrario, los adolescentes necesitan y agradecen unas relaciones amorosas y positivas con sus padres y otros adultos de su entorno. ¿Cómo descifrar sus códigos y vencer sus barreras? ¿Cómo ganarnos su confianza y mantener los canales abiertos? En suma, ¿cómo abrazarlos a pesar de los pinchos? Con pequeñas historias y doce principios pensados para fomentar la comunicación, la confianza y la autoestima de nuestros hijos, Brad Wilcox y Jerrick Robbins han creado un manual que explora los grandes temas de la educación adolescente: desde pistas para interpretar sus emociones o ideas para poner límites hasta sugerencias para hablar de sexo o para abordar temas como el alcohol, el tabaco y demás. Además, cada capítulo incluye propuestas concretas para abrir puertas, derribar muros y vencer miedos. 

Hace unos años se puso de moda eso de tener un erizo como mascota. De hecho, yo estuve a punto de hacerme con uno. Estos animalillos son monos, no dan ruido (ni ladran en mitad de la noche) y además, le otorgan al dueño un plus de originalidad y extravagancia. Pero hay muchos más erizos de los que nos pensamos. Los expertos Brad Wilcox y Jerrick Robbins utilizan este símil, el del erizo, para hablar de la adolescencia, de esa época en la que los chavales se alejan, se callan y parecen hastiarse del mundo y, sobre todo, de los adultos. Les suena, ¿verdad? Bajo el sugerente título de Cómo abrazar a un erizo, publicado por Urano, los autores nos proponen un estudio, que es también una guía práctica y un manual de comportamiento, donde dan claves para tener una relación sana y positiva con ellos, a pesar de sus púas. El planteamiento es muy interesante porque aborda sin complejos esta etapa y establece, desde el principio, un gran pilar: los adolescentes, a pesar de sus malas formas, anhelan la conexión con los mayores y agradecen las relaciones positivas. Entonces, ¿qué debemos hacer los adultos para charlar con ellos sin terminar enfadados, para que confíen en nosotros, para ser parte de su mundo? Pues, lo primero, y en cantidades industriales, paciencia –hay que dejar que el erizo nos huela y se acostumbre a nosotros-, estar receptivo para propiciar el acercamiento y actuar desde el cariño, la comprensión y la escucha afectiva. Vayamos por partes.
            Se nota, ya desde las primeras páginas, que los autores han tratado con adolescentes. Se ve en la forma que los definen, en la lucidez para identificar sus problemas y en cómo plantean las soluciones útiles. Se habla, y sólo daré un par de claves para no destripar el libro, de saber leer las necesidades no expresadas de los jóvenes, de establecer límites y hacer cumplir la autoridad, de escucharlos con atención, de restringir la tecnología –por ejemplo, no a comer con el móvil encima de la mesa- y de hacerlos responsables de sus acciones. Además, dedican un capítulo precioso al contacto físico, a la magia de los abrazos y a lo positivo de las muestras de afecto, ya sean con un beso o una felicitación. Va todo dirigido a lo mismo: a la construcción de la autoestima y a conseguir que el adolescente haga valer su opinión sin dejarse influenciar por la masa. Hay una cosa muy curiosa que es cómo el entorno nos doblega. Es decir, que si todos los niños de la clase van a patear una papelera, uno lo hace por no sentirse excluido, aunque no quiera. Los autores también dan claves para abordar este tipo de situaciones complicadas.
            Cómo abrazar a un erizo está escrito de una forma sencilla y amena, aportando ejemplos propios e intercalando sus recomendaciones con casos reales. Los autores, ya lo decía antes, tienen los pies en la tierra y hablan de técnicas al alcance de cualquiera para mejorar la convivencia, aunque dejan siempre claro que es necesario trabajar duro, ser paciente y estar siempre al acecho. Completan sus claves con encuestas reales en las que descubrimos, por ejemplo, que ocho de cada diez adolescentes prefieren cenar con sus padres a hacerlos solos. No evitan los temas más controvertidos, como el sexo, el tabaco o el alcohol. A un niño de doce años no se le puede contar por enésima vez lo de la cigüeña y los niños que vienen de París.
            Cualquiera que tenga un erizo en su entorno debería leer esta guía, por curiosidad, por ser práctico, porque si un solo consejo sirve para hacer más feliz a un adolescente (y al adulto) habrá merecido la pena. Cómo abraza a un erizo es honesto, es lúcido y es real. A mí, que doy conferencias por los institutos, me ha servido para entenderlos más, para aprender ciertas técnicas, para preocuparme por sus inquietudes. Porque los adultos, en estos casos, no podemos quedarnos de brazos cruzados ni ponernos a su altura. Debemos tomar las riendas para ayudarlos a atravesar la adolescencia. Es hora de actuar, y de actuar correctamente. 

martes, 6 de septiembre de 2016

Versalles. El sueño de un rey


Versalles, 1667. Louis XIV, rey de Francia, tiene veintiocho años. Para apaciguar a la nobleza francesa y hacer cumplir su poder absoluto, Louis emprende la ambiciosa construcción de un opulento palacio que se puede convertir en su propia trampa. Pero el rey demuestra ser un estratega extraordinario, manipulador y maquiavélico, y utiliza la construcción de Versalles para mantener a los nobles de París bajo su control. Convierte el famoso palacio en una jaula dorada. Louis es hombre de grandes pasiones pero, en su papel de rey, no puede abandonarse totalmente a ellas. Pronto la corte se convierte en un campo de batalla de alianzas, unas sinceras, otras tácticas, mientras que la reina, María Teresa de Austria, lucha por mantener a Louis a su lado. ¿Conseguirá volver a ganarse su favor en detrimento de su poderosa amante, la hermana del rey de Inglaterra?

La buena salud de la televisión actual se refleja en hechos como éstos: que algunas de las novelas que llegan a nuestras librerías son versiones escritas de exitosas series de la pequeña pantalla. Recuerden, por citar sólo algunos, Los Tudor o Amar es para siempre. Hoy hablamos de uno de estos ejemplos, Versalles. El sueño de un rey, publicada recientemente por Espasa, escrita por Elizabeth Massie y basada en una serie homónima franco-canadiense que relata la construcción del impresionante palacio durante el reinado de Louis XIV para mayor gloria del monarca y que se emite, desde finales del año pasado, en Canal+. La historia, como podemos suponer, rebosa lujo y ambición, sexo e infidelidades, lealtades y traiciones y, sobre todo, la búsqueda incesante del poder. La novela, aunque parezca que sólo retrata la imagen más superficial del Rey Sol (Le Roi Soleil), es una curiosa radiografía de los tejemanejes políticos de la Europa del siglo XVII.
            Hay que ser muy valiente –y quizás muy práctico- para inaugurar una historia con dos escenas sexuales, medianamente explícitas. Es, además, curioso porque el tono de la novela es otro: son las intrigas palaciegas, las luchas de poder y las confabulaciones peligrosas. Versalles. El sueño de un rey se lee casi como una novela de aventuras, de ésas con las que disfrutábamos cuando éramos jóvenes -¿quién no ha querido alguna vez vivir en una corte?- por donde desfila un catálogo inmenso de personajes, desde el rey al barbero o al ayuda de cámara, y con los que conseguimos entender el bullicio de la corte más poderosa del siglo XVII. Es casi una novela coral, compuesta de pequeñas escenas que recuerdan el montaje cinematográfico y donde se percibe la herencia de la televisión. La autora, y he aquí uno de los pilares de la novela (semi)histórica, sabe dosificar bien las descripciones, son las precisas, las justas para ambientas, las suficientes para no cargar ni aburrir.
            La ejecución de este trabajo es correcta: una narración sencilla y pulcra, sin alardes estilísticos, muchos diálogos y los giros argumentales explicados con cierta machaconería, supongo que para conectar con la audiencia mayoritaria a la que va dirigido. Su lenguaje es a veces duro, y otras excesivamente edulcorado, como dice en una de las escenas sexuales: “el real miembro está preparado para abrirse paso entre mis pétalos”. Saben de lo que hablamos, ¿no? Uno de los grandes aciertos de la novela es el retrato de la vida cotidiana en esa corte lujosa: no ahorra en detalles, en informaciones curiosas y en datos desconocidos. Se agradece la sensación de estar entre ellos, de ser uno más.
            Versalles. El sueño de un rey gustará a los amantes de la literatura histórica (accesible, sencilla) y también a los que disfruten con las intrigas palaciegas. Es una novela oportuna para pasar un buen rato: se lee sin dificultad, se agradecen los diálogos y, además, conocemos un capítulo de la Historia curiosísimo. La autora, Elizabeth Massie, sabe qué tiene que contar y cómo hacerlo, sabe cuál es su público y cómo tiene que contentarlo.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Luna. Luna nueva


LA LUNA QUIERE MATARTE. Y TIENE MIL FORMAS DE CONSEGUIRLO. La gélida acritud del vacío. La letal lluvia radiactiva. El polvo que la recubre, tan viejo como la Tierra. La creciente debilidad de los huesos... O puedes quedarte sin dinero para agua. O para aire. O puedes caer en desgracia con uno de los Cinco Dragones, las corporaciones que dirigen la Luna y controlan sus amplios recursos. Pero te quedas, porque la Luna puede hacerte más rico de lo que eres capaz de imaginar..., mientras sigas con vida. Adriana Corta tiene ochenta años. Su familia dirige Corta Hélio. Han sobrevivido a las implacables guerras corporativas y a la peligrosa paz subsiguiente. Pero ahora esa paz se resquebraja. Es probable que Adriana tenga que morir, aunque no la matarán sus rivales ni la Luna. Sea cual sea su destino, sin embargo, Corta Hélio no morirá.

Hay temas que son una apuesta segura porque forman parte de la vida, del día a día: traiciones, venganzas, infidelidades, abandonos, amores imposibles, luchas de poder, guerras declaradas, guerras silenciosas, odios centenarios, intentos de asesinato, polvos salvajes y malas pulgas. Sí, al estilo Falcon Crest, Dinastía, Dallas o cualquier telenovela sudamericana. ¿Recuerdan Cristal, la Dama de Rosa o Topacio? Pues parecido. Y si a todo esto le sumamos un escenario particular, La Luna, el primer impacto no se lo quita nadie. Hoy hablamos de Luna. Luna Nueva, la primera entrega de la trilogía de Ian McDonald que publica Ediciones B en su colección de Ciencia Ficción y que nos trae la lucha de cinco grandes familias (todas súper-poderosas, todas súper-ambiciosas) por conquistar nuestro satélite, los llamados Cinco Dragones. En la faja promocional, califican esta historia como un Juego de Tronos lunar (o lunático) La propuesta, que ahora analizaremos en profundidad, es a simple vista atractiva, estimulante. ¿O sólo me lo parece a mí?
            A ver, hagámonos una idea: los humanos han colonizado La Luna, un sitio lleno de oportunidades pero tremendamente peligroso. Cada uno de los habitantes tiene un 'chib' en el ojo que le dice cómo van las reservas de los cuatro elementos básicos para sobrevivir: oxígeno, carbono, agua y datos. Además, tienen un sistema feudal, viven bajo tierra –no en la superficie-, echan de menos el café, que vale más que el oro, tienen robots que son como mayordomos fieles, no hay leyes, sólo contratos, y son todos bisexuales. El dinero sigue siendo imprescindible para salir adelante. Y lo digo desde ya, que éste es, sin duda, el mejor logro de la novela: la ambientación de La Luna, esa civilización que ha creado con todos los detalles. El mundo que imagina funciona, es creíble, atractivo. Los personajes principales, sobre todo los de las dos familias más poderosas, Los Corta y los Mackenzie, están bien dibujados y, aunque se intuye el papel que va a jugar cada uno, el odio de las dos familias funciona a la perfección como motor de la trama. Ian McDonald es, además, un autor valiente que incluye escenas vertiginosas de peleas y hasta un par de capítulos sexuales alucinantes. El final, como manda el género, es… bueno, ya os lo imagináis.
            Os advierto de que no es una lectura sencilla. Me explico: son tantos los nombres, los datos, las palabras inventadas que durante las primeras páginas -80, por lo menos- uno tiene la sensación de no enterarse de nada, como si mi abuela estuviera leyendo un tratado de física cuántica. La clave está en aguantar, en armarse de paciencia y en una especie de huida hacia delante porque, poco a poco, todo empieza a cuadrar. Y uno se va familiarizando con los paisajes y, sobre todo, con los personajes. No es sencillo, pero se consigue. Para facilitarnos el acercamiento a este mundo desconocido, el autor, a modo de prólogo y epílogo, coloca unas guías de personajes, lugares y conceptos que se pueden consultar en cualquier momento. Una ayudita así nunca viene mal.
            Luna. Luna Nueva es uno de las apuestas de ciencia ficción más estimulantes de la temporada, que satisfará a novatos en el género y a los expertos. Su concepción de la Luna como espacio habitado es sencillamente impresionante. Si a eso le sumas los ingredientes básicos de cualquier culebrón, el éxito está asegurado. De hecho, ya hay un canal interesado en convertirla en serie. Mientras tanto, disfruten de esta telenovela lunar. No faltan la mala malísima sin escrúpulos, el inocente, el valiente, el bala perdida, el tonto, la vengativa, la rencorosa… ¿Les suena de algo? Pues disfruten.